Los historiadores gozamos de la ventaja del tiempo a la hora de juzgar el carácter erróneo o acertado de una decisión. Lo hacemos con cierta arrogancia, pues siempre es más fácil analizar estas circunstancias una vez han tenido lugar. De lo contrario, es necesita poseer los dones de un visionario o una capacidad premonitoria para augurar los efectos de un evento desde su misma cuna. Hay acontecimientos históricos que ahora consideramos esenciales y que, en cambio, pasaron desapercibidos a sus contemporáneos o provocaron su rechazo o indiferencia ¿Qué hubiesen hecho los consejeros de Felipe II de haber sabido que la temeraria aventura de fray Agustín Montero en Arnao iba a convertirse, siglos más tarde, en el arranque de una empresa internacional? En nuestro caso, que la fundación de la RCAM, con sus novedades técnicas en la explotación del carbón o el tipo de relaciones sociales que promovió, son episodios claves es algo que nadie duda. Pero esa relevancia no siempre fue apreciada y muchas fuentes coetáneas silencian el inicio de las actividades, quizá porque en aquellos instantes lo que sucedía en la primitiva mina de Arnao no poseía esa trascendencia que únicamente el éxito final va a otorgarle. Hay una enorme ausencia de noticias en documentos de archivos municipales como Castrillón o Avilés. Y ese silencio también forma parte de la historia. Lo que en las fuentes oficiales de la empresa aparece como un recorrido preclaro hacia un ineluctable triunfo, en los registros de instituciones geográfica o jurídicamente vinculadas apenas se recoge. Los documentos de Avilés callan, callan de la misma forma los de Castrillón, un municipio mucho más ligado al devenir de la fábrica. En esta mudez acaso influya la concesión a la Real Compañía de un amplio territorio desde la ría de Avilés al valle de Naveces, un coto autónomo que iba a funcionar a espaldas del concejo en el que estaba inscrito, a espaldas de sus decisiones y por lo tanto, al margen de su vida cotidiana. Sirva un ejemplo. El día 20 de diciembre de 1833, una fecha histórica que vive la orden de inicio de los trabajos por parte de Armand Nagel, la preocupación principal del ayuntamiento de Castrillón es el remate de los arbitrios correspondientes al año siguiente. Nada se dice ni en esa jornada ni en las sucesivas de las tareas que están poniéndose en marcha a escasos kilómetros de la capital concejil. Remates y arbitrios, elecciones y reclutamientos y el temor constante de las guerras carlistas llenan por el contrario las páginas. Otras noticias redundan en la imagen de un municipio que se mantiene alejado de ese incipiente progreso y que decide proseguir su andadura guardando un celoso respeto hacia las condiciones del pasado. La plantilla de la mina aumenta muy rápidamente en apenas unos años, provocando una lenta transformación de las actividades tradicionales: de los cinco primeros empleados de 1833 se pasa a unos 300 en el verano de 1836. Sin embargo, en ese mismo verano el ayuntamiento informa, con motivo del alistamiento de la Milicia Nacional, que todos los mozos del concejo son jornaleros y criados de labranza, adscritos por lo tanto a las mismas actividades de la tierra que sus antepasados llevan realizando desde hace siglos. Esa actitud es la que produce desaliento en los jefes belgas, que ven cómo sus empleados siguen considerando el laboreo agrario su ocupación principal y las faenas de la mina como un jornal suplementario. Todavía no ha llegado el día en que se sientan por naturaleza mineros y obreros y si el terruño los reclama, abandonan los tajos y se dirigen a sus heredades abolengas. Otros datos permiten entender las dificultades que atraviesa la mina, rodeada por un panorama de absoluto atraso y conceden credibilidad a las quejas de Nagel, el primer ingeniero, acerca de la miseria generalizada. La falta de perspectiva en los representantes electos de Castrillón, que proceden de familias de importantes propietarios y mantienen una mentalidad inmovilista, se percibe en sus escritos. En 1834 las autoridades emiten un informe en el que consideran innecesaria la apertura de nuevos caminos y en el que reconocen, sin ánimo alguno de mejora, la inexistencia de vías férreas (“caminos de yerro”) o de proyectos en ese sentido. Ese viario del que dicen sentirse satisfechos es atroz, apto en exclusiva para el tránsito de carros y personas y heredero de los caminos reales que remontan a Edad Media. Su precariedad provoca que en enero de 1835, cuando la mina logra por fin enviar un primer cargamento hacia el puerto de Avilés, el recorrido haya de ascender a través de senderos tajados en los terrenos de cantos y gravas que recorren las alturas de San Martín. Un itinerario que encarece kilómetro a kilómetro el transporte de carbón y provoca en respuesta la construcción del muelle de Arnao con el fin de iniciar el desplazamiento por mar. Tampoco hay noticia de estas obras constructivas, ni de permisos solicitados por la empresa hispano-belga para llevarlas a cabo. Entretanto, el joven Armand Nagel se adapta como puede a las duras circunstancias de estos inicios nada prometedores. Los beneficios se resisten y el dinero que habría de llegar de Madrid para los gastos de explotación se esfuma con demasiada frecuencia, sin que Nagel conozca su paradero. En esta situación, el ingeniero de Lieja ha de complementar los intermitentes envíos de nueva tecnología desde Bélgica con algunos rudimentarios recursos de la economía local: se compran maderas para el entibado, se adquieren bueyes de tiro para mover el malacate y se emplea en la iluminación de las primeras galerías un combustible que consta entre los productos comerciados al por mayor en el concejo. Es el aceite de ballena, que el Libro de Acuerdos del ayuntamiento recoge con su nombre antiguo de “sayn o grasa de arder”. Es muy posible que sea un vecino de Quiloño, D. José Fernández, quién venda a Nagel el saín que éste adquiere en febrero de 1834, pues suya es la concesión del producto. Silencios y más silencios se suceden en las fuentes municipales, mientras en la mina se introducen los caminos de hierro que el concejo no proyecta, pólvora, un valey submarino y un incontable número de innovaciones que no causan aparente mella en el paisaje agrario. Alguna noticia aislada despunta en las decisiones del consistorio. En febrero de 1841 Adolphe Desoignie solicita la rebaja del porcentaje de remate que se impone a las “minas de Arnao” y que los representantes del ayuntamiento rechazan categóricamente al considerar a dichas minas agraciadas y beneficiadas con holgura. Es una crítica nada velada a las exenciones fiscales con que había sido favorecida la Real Compañía en 1833. Habría de transcurrir bastante tiempo para que la fundación de la factoría de zinc diese inicio a mutaciones más profundas en el espacio y en la vida de sus pobladores, mutaciones que hoy percibimos como locuaces parlamentos del pasado y que hacen todavía más atronador ese silencio de la historia en los primeros años.